Por Fauziya Kassindja
Yo era la hija más joven de mi familia. Durante mi juventud en Togo, África occidental, nuestros padres siempre nos alentaban a mis hermanas y mi a que tomáramos nuestras propias decisiones. Todas asistíamos a la escuela para aprender inglés y ayudar con el negocio de mi padre, lo cual no era común en nuestra área.
Cuando tenía 16 años todo cambió. Mi padre murió y mi tía se mudó a nuestra casa, forzando a mi madre a irse. Mi tía no me permitió continuar asistiendo a la escuela. Pronto después, un hombre empezó a visitar nuestro hogar. Mi tía me dijo que él tenía 45 años y que quería casarse conmigo. Cuando protesté, ella me dijo que no me preocupara, que mi amor hacia él iba a crecer después de que me sometiera a kakiya, o ablación genital.
Me horroricé.
Ya había perdido mis padres y mi educación. Ahora, podía perder mi libertad por completo. No sabía qué hacer, pero sabía que no podía casarme con este hombre y someterme a kakiya. Cuando finalmente me forzaron a pasar por la ceremonia de matrimonio, no quise firmar el certificado del matrimonio. Yo solo era una adolescente, pero sabía lo que esto significaría para mi vida.
Mi hermana mayor estaba determinada a ayudar. Ella me consolaba y me decía que no llorara, que ella se iba a asegurar que yo nunca experimentara kakiya. Con la ayuda de mi madre y mi hermana, escapé a Ghana en medio de la noche. Después de un largo viaje, llegué al aeropuerto de Newark en diciembre de 1994. Tenía 17 años y estaba sola. Tan pronto como bajé del avión le dije a los oficiales que estaba buscando asilo. Me metieron en una prisión inmediatamente. No podía entender por qué. No había hecho nada malo.
Tan pronto como bajé del avión le dije a los oficiales que estaba buscando asilo. Me metieron en una prisión inmediatamente. No podía entender por qué. No había hecho nada malo.
Pasé el siguiente año y medio en detención de inmigración. Fue aterrorizante. Fui agredida sexualmente, me realizaron una inspección corporal desnuda frente a guardias masculinos, y no recibí atención médica para una condición que generó como resultado de las condiciones malas donde me tenían detenida. Casi me doy por vencida y regreso a casa. Sin embargo, una de las mujeres que conocí en la cárcel, Cecelia, me convenció de que me quedara. Cecelia había experimentado la ablación genital ella misma y me quería proteger del mismo destino. Ella llegó a ser como una madre para mi.
Al final, conocí a un equipo de abogadas liderado por Karen Musalo, quien ahora es la directora del Centro de Estudios para el Género y Refugiados. Karen estaba decidida a liberarme de la detención, y decidió que la atención de los medios de comunicación iba a ser esencial para presionar a la administración de Clinton para que me dejaran salir.
Al principio, yo estaba indecisa. Ya había dado muchas entrevistas y todavía estaba detenida. Hasta una petición firmada por 25 miembros del Congreso no logró liberarme. Pero decidí hablar con un periodista de The New York Times.
Para mi sorpresa, la entrevista apareció en la primera plana del periódico, y dentro de tan solo dos semanas ya estaba libre. Cuando salí del centro de detención me recibió una multitud de periodistas ansiosos por saber de mi y de mi historia.
Menos de dos meses después, la Junta de Apelaciones de Inmigración (Board of Immigration Appeals) me otorgó asilo. Fue la primera decisión que estableció el precedente que las mujeres que huyen de violencia de género – como kakiya – pueden ser elegibles para la protección de refugiados en los Estados Unidos. Fue un juicio pionero. Tengo entendido que la decisión en mi caso abrió las puertas para muchas otras mujeres y niñas como yo.
Ahora, 23 años después, comparto mi historia para que otras no tengan que sufrir el temor y aislamiento que yo viví. Mi experiencia muestra la crueldad de la detención de los que buscan asilo y la importancia de tener buena representación legal. Además, muestra la gran diferencia que hace cuando los medios y el público prestan atención a la manera en que somos tratados.
Para los que no tenemos otra opción más que huir de nuestros países, el asilo puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Después de ganar mi caso pude terminar el colegio, graduarme de la universidad, y convertirme en una ciudadana estadounidense. Ahora comparto mi tiempo entre Nueva York y Ghana, donde manejo un negocio prospero de distribución de bebidas. También soy la madre orgullosa de hijos trillizos, quienes recientemente empezaron el primer año de la universidad. Todo esto se hizo posible porque recibí asilo y tuve la oportunidad de empezar una vida nueva, libre de violencia.
Ahora, más de dos décadas después, las protecciones para las mujeres y niñas que huyen de persecución basada en el género, en particular de la violencia domestica, están bajo ataque. A menudo me pregunto qué habría pasado con mi caso si hubiera llegado aquí 20 años después. Si fuera hoy, ¿me permitirían vivir a salvo, o me enviarían de regreso?
Es muy importante que siga abierto el camino de protección que mi caso estableció para todas las mujeres y niñas que llegan a los Estados Unidos con la esperanza de escapar de la violencia basada en el género. Para los que no tenemos otra opción más que huir de nuestros países, el asilo puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Y por eso todas las que tenemos la suerte de vivir a salvo debemos seguir luchando por las mujeres que aun anhelan ser libres.
Fotografía por: Jim Block